Ser o no ser… una democracia

El hecho de que un vicepresidente de gobierno ponga en duda la calidad democrática del país que él mismo gobierna habría supuesto una tormenta política de primera magnitud en cualquier país del mundo… menos en España. El que además el presidente del gobierno polemice con su vicepresidente sobre esa cuestión habría provocado la ruptura inmediata del gabinete… menos en España. ¿Nos estaremos acostumbrando a vivir en una especie de twitter-democracia, una platóTV-democracia o algo por el estilo?

No soy de los que piensan que «tenemos los gobernantes que nos merecemos», pero eso no nos exime de esforzarnos por superar esta situación, por complicada que sea.

​Y ¿por qué lo dicen?

La mejor manera de avanzar en este enredo es ir más allá de lo que dicen y preguntar por qué lo dicen. Según el vicepresidente Pablo Iglesias “no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España cuando los líderes de los dos partidos que gobiernan Cataluña, uno está en prisión y el otro en Bruselas”. Y alude también a la salida de España del rey emérito o el caso Bárcenas. Es decir parece que el problema es que la justicia haya actuado contra algunos algunos políticos (Puigdemont y Junqueras) o -al revés- que no haya actuado (el rey emérito) lo suficiente (Bárcenas), todo según el punto de vista de Iglesias claro.

Con esa misma «coherencia» el vicepresidente critica el que -según él- se reprima la libertad de expresión del rapero Hasél a la vez que reclama el control de los medios de comunicación.

​Pero ¿somos o no somos una democracia plena?

Más allá de los informes y clasificaciones internacionales como el Freedom in the World 2020, (Freedom House, Washington), The Global State of Democracy 2019 (International IDEA, Estocolmo), el V-Dem Annual Democracy Report 2021 (Univ. Gotemburgo) o el Democracy Index 2020 (EIU, The Economist), debemos examinar los ingredientes clave que constituyen un sistema democrático pleno.

En el haber tenemos un amplio abanico de libertades civiles individuales, probablemente uno de los países más avanzados del mundo en este terreno. También existen elecciones libres y periódicas a los órganos de representación democrática. En fin, contamos con medios de comunicación libres y plurales (mal que le pese al Sr. Iglesias).

En el debe tenemos una separación de poderes cada vez más escasa. El poder judicial, tan protagonista en los últimos años, está supeditado a los repartos entre los principales partidos políticos. El poder legislativo (parlamento) se ha reducido a una aritmética de votos entre partidos, donde el debate real ha sido sustituido por una refriega de declaraciones para la galería. El poder real reside en los partidos políticos (partitocracia), o más aún en sus cúpulas que hacen y deshacen listas electorales cerradas y bloqueadas y reparten cargos públicos entre sus leales. Otros organismos estatales que deberían funcionar como frenos y contrapesos para evitar la acumulación de poder son colonizados por esas mismas élites partitocráticas.

El funcionamiento de las administraciones públicas sin el más mínimo control por parte de la sociedad civil permite que aquéllas se salten a la torera la legislación vigente y las sentencias de los tribunales (ley de morosidad en las operaciones comerciales, ley de transparencia, «normalización» lingüística en Cataluña, y un largo etcétera) o que fomenten un capitalismo clientelar, versión moderna del caciquismo decimonónico.

El resultado es que el Leviatán del Estado está más desatado que nunca, como señalan los economistas Acemoglu y Robinson en su libro El pasillo estrecho, el primero de los cuales ya señaló que «el tejido institucional español necesita una reforma radical«.

Que tu mano izquierda no sepa…

Lo paradójico del caso es que el vicepresidente del gobierno denuncie por un lado la baja calidad democrática y con su otra mano reclame controlar los medios de comunicación o controlar [más] el poder judicial.

Esta pirueta no es nueva. Se lleva practicando en España desde hace varios decenios por parte de gobiernos centrales y autonómicos de todo tipo de colores políticos.

La confusión deriva del hecho de que a la par que se avanza en derechos sociales individuales se nos sustraen los derechos colectivos y de control sobre los gobiernos y los partidos políticos. El caso más emblemático -aunque no el primero ni el último- lo protagonizó el Sr. Rodríguez Zapatero que la vez que avanzaba en el terreno de los derechos sociales individuales reformó la Constitución de 1978 (¡sí, ya ha sido reformada una vez!) a espaldas del pueblo soberano, evitando convocar un referéndum porque sabía que lo perdería.

Pero incluso el desarrollo de esos derechos sociales individuales se está produciendo en buena parte tomando como base rasgos identitarios de ciertos sectores de la población, lo que a veces en vez de fomentar la inclusión se subraya el antagonismo de géneros, de orientaciones sexuales, de vivencias personales o de rasgos lingüísticos o territoriales.

El próximo post dentro de dos martes, el 30 marzo 2021

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Una democracia de mínimos

¿Vivimos en un régimen democrático?

Mal que les pese a los independentistas catalanes España forma parte del reducido pelotón de países del mundo que gozan de una democracia plena. Así lo señalan informes como Freedom in the World 2019 (Freedom House, Washington), The Global State of Democracy 2019 (International IDEA, Estocolmo), V-Dem Annual Democracy Report 2019 (Univ. Gotemburgo) o Democracy Index 2019 (EIU, The Economist).

Este último indicador nos incluye en esa (¿¡privilegiada!?) minoría del 5,7 % de la población mundial que vive en países de democracia plena.

Y sin embargo…

¿Por qué entonces los Barómetros mensuales del CIS nos recuerdan machaconamente que estamos cada vez más descontentos con «Los políticos en general, los partidos políticos y la política«, tal y como también constata el Informe sobre la Democracia en España 2018 de la Fundación Alternativas?

¿Es que somos quejicas por naturaleza y auto-críticos hasta la exasperación o hay algo más en esta aparente contradicción?

¿Cuáles son los ingredientes de una democracia plena?

Esos informes calculan el índice partiendo de cuatro elementos:

  1. la existencia de libertades y derechos civiles amplios
  2. la existencia de pluralismo político y procesos electorales libres
  3. la acción del gobierno
  4. la participación política de la ciudadanía

De los dos primeros andamos sobrados, con altas puntuaciones en estos informes.

Pero ¿qué pasa con la «acción del gobierno»?

Ahí puntuamos menos. No es de extrañar ya que que este elemento considera la existencia o no de instituciones independientes que controlen las actuaciones del gobierno, la transparencia y rendición de cuentas de sus acciones, el acceso público a la información, la existencia de corrupción, etc. Basta con echar una ojeada a los informes de la Fundación Civio, la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) o la Oirescon (Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación) para constatar lo que sospechábamos.

¿Y el cuarto elemento, «la participación política de la ciudadanía?

Acemoglu y Robinson, autores del famoso libro Por qué fracasan los países, nos recuerdan en su obra más reciente, El pasillo estrecho, que para salir de la situación de barbarie las sociedades primitivas necesitan erigir un Estado «para controlar la violencia, hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios públicos que son cruciales para una vida en la que las personas tienen poder para hacer elecciones y luchar por ellas» (p.16). Pero, añaden a renglón seguido, «una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado fuerte«.

¿Tenemos esa sociedad? Mucho me temo que no. Como comentó el mismo Acemoglu en su reciente visita a España «No cabe duda de que el tejido institucional español no es suficientemente inclusivo, necesita una reforma radical«. No existen organizaciones fuertes realmente autónomas que representen los intereses de tales o cuales sectores sociales, con capacidad para plantear a los poderes públicos sus demandas y, en particular que «aten en corto» la acción de los organismos del Estado.

Entendiendo la aparente contradicción

¿Cómo entonces se conjugan unos elementos y otros en nuestro sistema democrático? ¿Cómo conviven dos «ingredientes» potentes de la democracia plena con otros dos con resultados más pobres?

Vaya por delante que un régimen democrático requiere sin duda la existencia de partidos políticos. Éstos cumplen (o deberían) una doble función: la de representar las distintas corrientes de opinión y posturas políticas de una sociedad, y la de negociar y llegar a acuerdos entre los partidos para cimentar gobiernos estables y eficaces.

Un primer problema surge cuando los partidos políticos se convierten no en representantes sino en delegados, es decir una vez que votamos (que no elegimos) perdemos nuestra influencia sobre ellos («vótame y olvídame»).

Y entonces, para que sigamos votando a algún partido, estamos sometidos a una excitación continua, una confrontación de papel escenificada en los telediarios y las tertulias «políticas»de los platós de televisión, que apela a nuestros miedos y fobias con objeto de intentar enfrentarnos unos contra otros, obligarnos a tomar partido («o eres comunista o eres fascista») y levantar barreras identitarias («yo soy de los míos y los otros son los culpables de todos nuestros males»).

El segundo problema es que los partidos, en particular los mayoritarios, acumulan un exceso de poder interno (sus cúpulas someten a una férrea disciplina a sus cargos públicos y parlamentarios) así como externo: copando las Administraciones Públicas, contratando «personal de confianza», acaparando subvenciones públicas para organizaciones o fundaciones propias, nombrando los miembros del Consejo General del Poder Judicial (¿dónde ha quedado la separación de los poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- de la que hablaba Montesquieu?), etc.

Más vale ir pensando qué hacer sin esperar a lo que digan nuestros «representantes».

El próximo post dentro de dos martes, el 3 de marzo