De la denuncia al cambio

Recientemente asistí a un acto que denunciaba la criminal actuación de las entidades públicas y privadas en las residencias de mayores durante la fase más aguda del coronavirus, en particular en la Comunidad de Madrid. Miles de residentes murieron dejados a su suerte, aislados, sin la menor atención médica y separados de sus seres queridos. (Todo el acto puede visionarse aquí)

Los distintos ponentes del acto detallaron los protocolos de (des)atención a los mayores, las trabas a las familias para intervenir en la situación, la discriminación a los mayores para su hospitalización y, sobre todo, la ocultación de procedimientos, las actuaciones erráticas y las triquiñuelas para eludir responsabilidades.

Qué se ha hecho desde entonces

Los familiares de las víctimas han presentado innumerables demandas ante los tribunales ordinarios, que han chocado con la ley del silencio en las instancias públicas y privadas y la argumentación de que se trataba de “circunstancias excepcionales” que exculpaban a unos y otros. Pero en ningún caso los tribunales han querido entrar al fondo del asunto y analizar cómo la maraña público-privada de gestión de las residencias y su [falta de] atención sanitaria provocaron semejante mortandad. La comparación de los datos entre Comunidades Autónomas y maneras de abordar el problema muestran que en la Comunidad de Madrid se podría haber evitado gran parte de ese sufrimiento si la actuación hubiera sido otra. Pero se prefirió dar la espalda a la cuestión.

¿Resignados a denunciar… y a la impotencia?

Actos como el que comento tienen un valor indudable para recordar lo que pasó y cómo siguen sin ponerse los medios para que estas situaciones no vuelvan a repetirse. Pero yo saqué la impresión de que los que intervinieron pensaban que era todo lo que se podía hacer. Como dijo uno de los ponentes “una vez que [la cuestión] está en los tribunales poco más se puede hacer (7’50”).

Reconozco que me sorprendió este último comentario, cuando en España la confianza en la Justicia recibe una nota de 4,78 -en una escala de uno a diez- según una encuesta del CIS de octubre pasado (P.4). Si la escala hubiera sido de 0 a 10 las valoraciones hubieran sido aún peores. El triste “consuelo” es que otras instituciones obtienen notas más bajas: Parlamento español 4,28; medios de comunicación 4,24; Gobierno de España 4,04; partidos políticos 3,70; sindicatos 3,66.

Superar el “no se puede hacer nada”

Cuando se denuncia una actuación equivocada o criminal de los poderes públicos, el obstáculo principal no es que se nos rebata la acusación sino que se siembra el desánimo y la sensación de que es imposible actuar: “Sí tenéis razón, pero no se puede hacer nada que sirva para cambiar las cosas”. En idéntico sentido, suele achacarse amargamente a otros sectores de la sociedad la falta de apoyo. Así en otra de las intervenciones del acto aludido se incluían expresiones como, “la sociedad miró para otro lado” (2’58”) “porque a nadie le importa” (4’05”) “se le puede echar en cara a la sociedad que está aguantando y aprobando esto” (6’38”).

¿Se convierte el malestar en voto?

A las puertas de las próximas rondas electorales parecería lógico esperar que el malestar social se transformara en una orientación del voto que hiciera cambiar las cosas, o al menos al partido político que coloniza en cada caso los gobiernos.

Hay dos razones por las cuales esto no va a ser así. La primera es que los movimientos de protesta de los últimos años se han desarrollado siendo incapaces de crear alianzas más amplias con otros sectores sociales. No se trata de pedir la solidaridad de los demás sino encontrar las bases comunes entre unos y otros. Pero la realidad es que nuestras sociedades están cada vez más polarizadas y enfrentadas, con una errónea estrategia de los grupos “progresistas” de basar su actuación en el juego de las identidades: de género, de nacionalidad, de lengua materna, de orientación sexual, de edad, etc.

La segunda razón tiene que ver con el sistema político-electoral. La capacidad de los electores para supervisar a los gobiernos respectivos y pedirles cuentas de su actuación se va deteriorando a lo largo de los últimos años. La ciudadanía no tiene forma de influir en lo que hacen los gobiernos si se mantiene el sistema electoral partitocrático (el “ganador” se lo lleva todo y coloca en puestos de la Administración Pública a la camarilla de fieles al líder) y los mecanismos de supervisión y fiscalización sufren una erosión continuada.

El camino para el cambio auténtico

No es una cuestión de a quién votar sino da cambiar las reglas de juego. Por desgracia ningún partido político de la España actual va más allá de ser una simple maquinaria electoral.

Pero sólo construyendo contratos sociales entre distintos segmentos sociales, trascendiendo las miopías identitarias, podremos comenzar sobre bases sólidas.

El próximo post dentro de dos martes, el 21 marzo 2023

Anuncio publicitario

El cáncer identitario y los ciber-inquisidores

Los tres ganadores del reciente Premio Planeta han utilizado como pseudónimo colectivo el de Carmen Mola. Los pseudónimos son corrientes en los premios literarios, en particular cuando se trata de más de un autor. Pero algunas personas han puesto el grito en el cielo por el hecho de haber usado un pseudónimo femenino por parte de tres varones.

​El cáncer identitario

El 28 de agosto de 1963 más de 300.000 personas participaron en la Marcha sobre Washington reclamando la igualdad de derechos entre negros y blancos. Al finalizar Martin Luther King Jr. pronunció su famoso discurso “I have a Dream” (Yo tengo un sueño). En él declaraba:

“Yo tengo el sueño de que un día (…) niños negros y niñas negras podrán unir sus manos con niños blancos y niñas blancas como hermanos y hermanas”.

Más de medio siglo después, ciertas corrientes de opinión niegan la posibilidad de unirse “como hermanos y hermanas”, y no me refiero sólo a los supremacistas blancos. Los negros serían radicalmente diferentes de los blancos, las mujeres de los varones, los homosexuales de los heteros, los transgénero de los cisgénero, los islamistas de los cristianos y los judíos, los catalanes…

Lejos de exigir la igualdad basada en el respeto a la diferencia, se proclama la imposibilidad de ser tratados como iguales. Raza, etnia, género, creencia religiosa, orientación sexual, lengua materna, etc. definirían identidades incompatibles y excluyentes.

El siguiente peligro es comparar las identidades. ¿Cuál es superior? Como señala Francis Fukuyama, “ese deseo de igual reconocimiento [por parte de grupos que han sido marginados por sus sociedades] puede deslizarse fácilmente hacia una demanda de reconocimiento de la superioridad del grupo. Ésta es gran parte de la historia del nacionalismo y la identidad nacional, así como de ciertas formas de política religiosa extremista en nuestros días” (Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, p.38).

Este cáncer identitario es el que está destruyendo al movimiento progresista norteamericano:

“Los liberales (…) se lanzaron hacia las políticas del movimiento de la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y de lo que nos une como nación” (Mark Lilla, El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad p.19)

Lo que en principio quiere ser un enfoque liberador se convierte en una ideología que justifica posturas y políticas simplemente reaccionarias.

​Los nuevos inquisidores

En el seno de un número creciente de universidades norteamericanas “liberales” el cáncer identitario ha pasado a la acción. Los “ofendidos” lanzan campañas en las que señalan, boicotean, censuran y expulsan de la universidad o de sus puestos de trabajo a quienes simplemente emiten una opinión discrepante. Es una caza de brujas alimentada en las redes sociales pero que puede llegar hasta la persecución personal y la violencia, tal y como denunciaron más de 150 intelectuales en una carta publicada en la revista Harper’s.

Esta intransigencia sólo genera una espiral de odios mutuos y resentimientos que alimentan el extremismo identitario contrario, tal y como supo explotar con habilidad Donald Trump en su día.

El enrarecimiento del clima universitario en Estados Unidos está empezando a calar también en universidades francesas o en Cataluña. Y cuando los Rolling Stones se autocensuran para evitar la ciber-inquisición, más valdría pensar qué está pasando.

​La acusación de “apropiación cultural”

La intolerancia va más allá, cuando se prohíbe que alguien que no forme parte de mi grupo identitario hable o se solidarice con el mismo o incorpore en su vida o en su actuación elementos relacionados con ese grupo. Un blanco no puede criticar el racismo contra los negros porque no es negro. Aparentemente no lo puede entender ni tiene derecho siquiera a interesarse por la cuestión o solidarizarse. Sólo podría humillarse, pedir perdón y sentirse culpable. Esto se puede aplicar a las diferencias de género, de orientación sexual, de creencias religiosas, etc.

Ni si quiera se puede incorporar en una obra de arte elementos de otras culturas o grupos. Según los nuevos inquisidores eso es apropiación cultural.

Caroline Fourest, conocida feminista, luchadora por los derechos de los homosexuales, y en contra de los fundamentalismos religiosos, el antisemitismo y el extremismo político, escribe con ironía:

“Si ya no podemos interpretar un personaje que no tenga la misma identidad que nosotros, si los trans solo pueden hacer de trans, los homosexuales de homosexuales y los heterosexuales de heterosexuales, si los discapacitados deben actuar de discapacitados, ¿cómo hacemos con las películas de ciencia ficción? ¿Habrá que encontrar a un hombre azul para que actúe en Star Trek? Y sobre todo, ¿quiénes harán de zombis?”

(Generación ofendida. De la policía cultural a la policía del pensamiento, p.104)

Lo que es seguro es que estas dinámicas sólo desembocan en crispación y radicalismo, que favorecen a…

¿Son entonces los ganadores del Premio Planeta culpables de apropiación cultural?

El próximo post dentro de dos martes, el 9 noviembre 2021