Una democracia de mínimos

¿Vivimos en un régimen democrático?

Mal que les pese a los independentistas catalanes España forma parte del reducido pelotón de países del mundo que gozan de una democracia plena. Así lo señalan informes como Freedom in the World 2019 (Freedom House, Washington), The Global State of Democracy 2019 (International IDEA, Estocolmo), V-Dem Annual Democracy Report 2019 (Univ. Gotemburgo) o Democracy Index 2019 (EIU, The Economist).

Este último indicador nos incluye en esa (¿¡privilegiada!?) minoría del 5,7 % de la población mundial que vive en países de democracia plena.

Y sin embargo…

¿Por qué entonces los Barómetros mensuales del CIS nos recuerdan machaconamente que estamos cada vez más descontentos con «Los políticos en general, los partidos políticos y la política«, tal y como también constata el Informe sobre la Democracia en España 2018 de la Fundación Alternativas?

¿Es que somos quejicas por naturaleza y auto-críticos hasta la exasperación o hay algo más en esta aparente contradicción?

¿Cuáles son los ingredientes de una democracia plena?

Esos informes calculan el índice partiendo de cuatro elementos:

  1. la existencia de libertades y derechos civiles amplios
  2. la existencia de pluralismo político y procesos electorales libres
  3. la acción del gobierno
  4. la participación política de la ciudadanía

De los dos primeros andamos sobrados, con altas puntuaciones en estos informes.

Pero ¿qué pasa con la «acción del gobierno»?

Ahí puntuamos menos. No es de extrañar ya que que este elemento considera la existencia o no de instituciones independientes que controlen las actuaciones del gobierno, la transparencia y rendición de cuentas de sus acciones, el acceso público a la información, la existencia de corrupción, etc. Basta con echar una ojeada a los informes de la Fundación Civio, la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) o la Oirescon (Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación) para constatar lo que sospechábamos.

¿Y el cuarto elemento, «la participación política de la ciudadanía?

Acemoglu y Robinson, autores del famoso libro Por qué fracasan los países, nos recuerdan en su obra más reciente, El pasillo estrecho, que para salir de la situación de barbarie las sociedades primitivas necesitan erigir un Estado «para controlar la violencia, hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios públicos que son cruciales para una vida en la que las personas tienen poder para hacer elecciones y luchar por ellas» (p.16). Pero, añaden a renglón seguido, «una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado fuerte«.

¿Tenemos esa sociedad? Mucho me temo que no. Como comentó el mismo Acemoglu en su reciente visita a España «No cabe duda de que el tejido institucional español no es suficientemente inclusivo, necesita una reforma radical«. No existen organizaciones fuertes realmente autónomas que representen los intereses de tales o cuales sectores sociales, con capacidad para plantear a los poderes públicos sus demandas y, en particular que «aten en corto» la acción de los organismos del Estado.

Entendiendo la aparente contradicción

¿Cómo entonces se conjugan unos elementos y otros en nuestro sistema democrático? ¿Cómo conviven dos «ingredientes» potentes de la democracia plena con otros dos con resultados más pobres?

Vaya por delante que un régimen democrático requiere sin duda la existencia de partidos políticos. Éstos cumplen (o deberían) una doble función: la de representar las distintas corrientes de opinión y posturas políticas de una sociedad, y la de negociar y llegar a acuerdos entre los partidos para cimentar gobiernos estables y eficaces.

Un primer problema surge cuando los partidos políticos se convierten no en representantes sino en delegados, es decir una vez que votamos (que no elegimos) perdemos nuestra influencia sobre ellos («vótame y olvídame»).

Y entonces, para que sigamos votando a algún partido, estamos sometidos a una excitación continua, una confrontación de papel escenificada en los telediarios y las tertulias «políticas»de los platós de televisión, que apela a nuestros miedos y fobias con objeto de intentar enfrentarnos unos contra otros, obligarnos a tomar partido («o eres comunista o eres fascista») y levantar barreras identitarias («yo soy de los míos y los otros son los culpables de todos nuestros males»).

El segundo problema es que los partidos, en particular los mayoritarios, acumulan un exceso de poder interno (sus cúpulas someten a una férrea disciplina a sus cargos públicos y parlamentarios) así como externo: copando las Administraciones Públicas, contratando «personal de confianza», acaparando subvenciones públicas para organizaciones o fundaciones propias, nombrando los miembros del Consejo General del Poder Judicial (¿dónde ha quedado la separación de los poderes -legislativo, ejecutivo y judicial- de la que hablaba Montesquieu?), etc.

Más vale ir pensando qué hacer sin esperar a lo que digan nuestros «representantes».

El próximo post dentro de dos martes, el 3 de marzo

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¿Nos “pone” votar en un referéndum?

Por lo que podemos deducir de la historia reciente de los referéndum en España, no nos «pone» mucho. Así, desde el referéndum para la ratificación de la Constitución española (diciembre 1978), a la actualidad el mayor porcentaje de votantes fue precisamente entonces: un 67 %. Después ha ido cayendo incluso hasta cuotas del 28 %, como en el caso de la ratificación del Estatuto de Autonomía de Galicia (diciembre 1980). El último referéndum fue precisamente el de la ratificación del polémico Estatuto de Autonomía de Cataluña en junio de 2006, donde la participación ni siquiera llegó a la mitad: 48,8 %.

El dudoso récord lo ostenta el referéndum sobre la franquista Ley Orgánica del Estado (diciembre 1966), con un 89 % de (¿voluntaria?) participación: ¡bravo campeón!

¿Y si el nuestro fuera el voto decisivo para decantar un referéndum?

Muchas decisiones claves que se toman en el Parlamento español exigen mayorías cualificadas de dos tercios, tres quintos o mayorías absolutas. Pero en un referéndum bastaría con un solo voto para aprobar o rechazar lo que se someta a votación, sin porcentajes mínimos de participación ni mayorías cualificadas. Así lo recomienda la llamada Comisión de Venecia. Se trata de un consejo más bien arriesgado, sobre todo cuando nos jugamos un texto constitucional, un estatuto de autonomía, la pertenencia o no a la Unión Europea (Brexit, 2016), al Reino Unido (Escocia, 2014), a Canadá (Quebec, 1980 y 1995) o a la OTAN (España, 1986).

¿Qué hubiera pasado si tan solo el 1,9 % de los votantes en el referéndum del Brexit hubieran cambiado el «irse» por el «quedarse» en la UE? Pues que el Reino Unido seguiría siendo parte de la misma. ¿No es esto jugársela a cara o cruz? Cuando el entonces Primer Ministro británico David Cameron convocó el referéndum del Brexit confiaba en tener una «moneda trucada» para callar al ala anti-europea de su propio partido y además lograr concesiones especiales de sus socios europeos. Logró el efecto contrario: partir la sociedad británica en dos, tener que dimitir, quemar las opciones de su sucesora Theresa May, reavivar el impulso independentista de Escocia, etc. Las lágrimas de cocodrilo vertidas en su libro For The Record no le eximen de uno de los mayores errores de la historia reciente del Reino Unido.

El referéndum de la OTAN

David Cameron tenía que haber aprendido de un caso de marketing manipulativo donde los haya: el del referéndum para la permanencia de España en la OTAN. En efecto, en cuatro años el gobierno socialista de Felipe González pasó del «¡O-TAN, NO!» -sencillo, sonoro y breve- a darle la vuelta por completo y plantear un referéndum con la siguiente texto:

«El Gobierno considera conveniente, para los intereses nacionales, que España permanezca en la Alianza Atlántica [¿ya no es la OTAN?], y acuerda que dicha permanencia se establezca en los siguientes términos: (…) ¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?»

¿Cómo oponerse a lo que «considera conveniente para los intereses nacionales» el Gobierno de un Felipe González en el cenit de su poder político, y que lejos de ser neutral se implicó a fondo en la campaña para obtener el e incluso amenazó con su dimisión?

Años después parece que esos «términos acordados por el Gobierno de la Nación» para permanecer en la OTAN no se han cumplido o lo han hecho de forma superficial.

Referéndum: ¿democracia o manipulación?

Toda vía de participación de la ciudadanía en la gestión y decisiones de lo público es siempre una buena noticia y sin duda debe impulsarse. Pero un referéndum es instrumento de participación cuando está previsto de antemano y no si se plantea:

  • cuando al mandatario de turno le viene bien;
  • sobre la cuestión que le interesa y no sobre otras posibles;
  • poniendo toda la maquinaria a su disposición para influir en el resultado; y
  • aguardando el momento en que la opinión pública le es favorable.

¿Por qué la Constitución española fue sometida a referéndum en 1978, pero la modificación introducida por Rodríguez Zapatero en 2011 no? Probablemente porque sospechaba que iba a perder la votación, además de que el marco jurídico se lo permitiera.

¿Y en Cataluña?

Por eso también es errónea (y manipuladora) la idea de permitir un referéndum sobre la independencia en Cataluña, argumentando que «lo más probable es que salga que no» y «así zanjamos la cuestión».

Con datos del Centre d’Estudis de Opinió de la Generalitat (el «CIS» catalán) este planteamiento valdría entre diciembre 2014 y febrero 2016, entre octubre 2016 y junio 2017, en febrero 2018, o entre julio y noviembre 2019; pero no en junio 2016, octubre 2017 o entre abril 2018 y marzo 2019. ¿No es demencial?

Incluso según parece, los independentistas planeaban un segundo referéndum si el primero resultaba fallido para ellos. Sin comentarios.

El próximo post dentro de dos martes, el 18 de febrero