Expulsados del ciber-paraíso

Desde hace unas semanas colaboro como voluntario en una entidad que imparte talleres de iniciación y uso de los teléfonos móviles a personas mayores, entre otros colectivos. Aunque estos talleres se pueden realizar on-line, prefiero impartirlos de forma presencial ya que la experiencia para ellas -y para mí- es mucho más enriquecedora.

Una experiencia aleccionadora

No he visto colectivo más motivado para aprender el manejo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación que estos grupos de mayores. Pero el choque entre los materiales preparados con antelación para su enseñanza, por un lado, y el nivel de conocimientos y experiencia de los participantes, por el otro, no puede ser más brutal. A la mayoría de las personas mayores que acuden a estos talleres nadie las ha explicado lo que simboliza cada icono que puebla la pantalla de su smartphone. Ni si quiera se les ha ayudado a practicar el pasar la yema del dedo sobre la pantalla, como si fuera un gesto que se les supone natural. Tampoco en ningún momento se les ha explicado que en un menú cualquiera hay casi siempre más opciones que las que aparecen de entrada en la pantalla de su teléfono. Y eso por no hablar de “Ajustes”, “PIN”, “PUK”, “Accesibilidad”, “Password”, “Whatsapp”, “Play Store”, “Apps”, “Android”, “eMail”, etc.

Todo esto sólo se descubre cuando el taller se imparte presencialmente. En una sesión on-line, y peor aún si está pre-grabada, lo más probable es que uno pase por encima de los participantes sin pararse a considerar su experiencia de partida.

Mi primera reacción es la de vergüenza propia. Como se solía decir, “para enseñar matemáticas a Pepito, más que conocer las matemáticas hay que conocer a Pepito”. Pero la inmensa mayoría de las acciones para “incorporar” a los mayores al mundo digital, quizá sepan matemáticas pero desde luego ignoran y desprecian a Pepito. ¿Cómo introducir a una persona en el uso de internet a través de un video en YouTube, si nadie le ha explicado cómo conectarse a la red? Estas acciones parecerían puro sarcasmo si no fuera porque denotan una absoluta falta de sensibilidad. Lo que hacen es profundizar en la discriminación y la exclusión de las personas mayores. Es el llamado “efecto Mateo”, por la parábola de los talentos recogida en el Evangelio de San Mateo, que concluye: «Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará.» (Mateo,13:12)

Dependencia informática

Cuando el acceso a la información, a las gestiones con organismos públicos y privados, a los canales de comunicación con otras personas, etc. van poco a poco migrando al mundo de la informática e internet, quien no tiene práctica en este terreno acentúa su dependencia. Y las barreras van creciendo. Aunque como reza el Código Civil (ar.6.1) «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento» el acceso al BOE (“las leyes”) sólo puede realizarse por internet.

Todos los mayores que participan en los talleres que he impartido tienen su smartphone, su cuenta de correo, etc. Y sin embargo son prácticamente analfabetos digitales: Algún familiar cercano “ayuda”. Pero como decía Lao-Tse dan pescado en vez de enseñar a pescar:

– “Mi hija (sobrino, nieta, etc.) me lo ha puesto todo así en el teléfono, pero no tiene paciencia cuando me atasco en algo o le pregunto cosas que no entiendo”

Frases como ésta las oigo repetidamente durante los talleres. Muchas personas de este colectivo necesitarían un/a ciber-cuidador/a personalizado para poco a poco alcanzar un nivel de autonomía suficiente. No estoy hablando de entelequias: es algo que ya se hace en países de nuestro entorno como Portugal (EUSOUDIGITAL) o el Reino Unido (Become an Age UK digital buddy).

El nuevo lugar de los mayores

Una de las transformaciones más radicales de nuestro mundo actual es el terremoto demográfico. No sólo gozamos de una vida más longeva, sino que el esquema familiar y los roles de hombres y mujeres, de jóvenes y mayores han dado un vuelco que nos ha pillado con mentalidades y estructuras sociales e institucionales desfasadas.

Cuando un factor como el aumento de la esperanza de vida o la incorporación de las mujeres al trabajo fuera del hogar cambia, otras “piezas” de nuestra estructura social deben hacerlo también: la redistribución de las tareas entre géneros en el hogar y en la sociedad; el nuevo lugar de los mayores y los ciclos de aprendizaje y de cuidados y ayuda a la dependencia, etc. Es algo que todavía no hemos sabido abordar aunque sea una necesidad cada vez más urgente.

Seguir pensando que las personas mayores de 75 años son una especie de “residuo” social que no hay más remedio que tolerar no sólo es un crimen sino también un error histórico y un lujo que no nos podemos permitir.

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La invasión de Ucrania: ¿y a nosotros qué nos importa?

Hasta el pasado mes de febrero Ucrania era un país del que teníamos una vaga idea de su existencia. Sólo las generaciones mayores recordábamos que fue más o menos por allí donde sucedió el accidente más grave en una central nuclear, en Chernóbil hace 36 años y cuando todavía Ucrania era parte de la Unión Soviética. Para parejas más jóvenes Ucrania era conocida como el mercado mundial de la gestación subrogada: los vientres de alquiler.

Y poco más.

¿Hay que tomar partido?

La invasión hace dos meses y medio por parte del ejército ruso ha traído a primer plano, y muy cerca de nosotros españoles y europeos, las atrocidades de una operación de desgaste y destrucción, basada en un supuesto planteamiento de “desnazificación”.

Los españoles -y en general los europeos- somos mayoritariamente antibelicistas, teniendo como tenemos todavía reciente el recuerdo de guerras, civiles o no, que han asolado el continente.

En toda guerra, se sabe cuándo comienza pero nunca cuándo ni cómo se acaba. A lo largo de la misma aparece un número creciente de actores, que aducen para intervenir unos motivos que no siempre coinciden al cien por cien con sus auténticas intenciones.

La mayoría de la opinión pública en los países occidentales y en particular en España, apoya sin reservas a la población ucraniana. Pero van apareciendo dudas sobre si hay que tomar partido de forma tan nítida o caben otras posturas.

Y sobre todo: ¿entre qué opciones hay que elegir? El propio desarrollo bélico parece reducir la cuestión a un ellos o nosotros, separados sólo por la línea del frente de batalla.

Hay quien plantea la invasión como una lucha entre el bien y el mal, aunque cada parte estima que ellos son el bien y los contrarios el mal. Para Putin, Rusia (el bien), está combatiendo a los líderes nazis-ucranianos y sus aliados de la OTAN (el mal). Para muchos en el bando “occidental” es la lucha entre el bien (la democracia) y el mal (la Rusia del Zar-Stalin-Putin).

¿Democracia?

Desde luego hoy por hoy los Estados Unidos no pueden considerarse un modelo de democracia a imitar. Tampoco la situación en nuestro país está como para vanagloriarse. Las democracias occidentales poco a poco se van reduciendo al ritual de las urnas: los partidos políticos convirtiéndose en maquinarias electorales, el poder ejecutivo fagotizando a los poderes legislativo y judicial, las votaciones y componendas ganándose por la mínima, la rendición de cuentas y la transparencia brillando por su ausencia, etc.

Desde luego el régimen autocrático de Putin, que día a día se acerca cada vez más al régimen nazi que dice combatir, no es precisamente una alternativa.

Por eso, esos planteamientos pseudo-misticistas, acompañados por fuertes dosis de emocionalidad, con los que se quiere representar la invasión de Ucrania no deben hacernos olvidar que el conflicto es algo más que un choque bélico: supone también una transformación radical de Europa y su papel actual y futuro, además un replanteamiento de las posiciones de todos los actores mundiales.

En el terreno puramente militar, sin embargo, la invasión rusa es inadmisible y las pruebas que se van conociendo de sus acciones contra la población civil no parecen ofrecer dudas.

¡Qué difícil es luchar sabiendo que lo que defiendes no es cien por cien puro, ni que aquéllos contra los que combates son la personificación del mal!

Pero no nos engañemos. Hoy por hoy no hay otra opción aunque también hay que ser críticos con algunos planteamientos de nuestro propio bando.

En España la opinión mayoritaria en los últimos años ha sido de desconfianza hacia el militarismo norteamericano, plasmado en la guerra de Vietnam, las intervenciones en Panamá, Irak, Afganistán, etc. Algo que el Estado ruso ha reproducido también en Afganistan, Chechenia, Georgia, Siria, Crimea, etc.

Tampoco deberíamos olvidar que las políticas occidentales tras el hundimiento de la Unión Soviética no han ayudado a crear unas relaciones Occidente-Rusia constructivas y estabilizadoras.

Pero, nuevamente, no nos engañemos: el enemigo de mi enemigo no es mi amigo. Puede llegar a convertirse en un enemigo peor, como la historia ha demostrado una y otra vez.

La tentación de inhibirse

Ante este panorama podríamos pensar que esto no va con nosotros. Al fin y al cabo es su guerra, no la nuestra y dado lo que sabemos de los bandos enfrentados “no hay ninguno que se salve”.

Este mirar hacia otro lado sería en primer lugar un error histórico, porque esta invasión nos afecta directamente en el plano energético, económico, geopolítico y militar.

En segundo lugar, y desde el punto de vista humano y de conciencia, imitaríamos el comportamiento inhibitorio de Poncio Pilatos cuando dejó a Jesús de Nazaret en manos del pueblo:

“Tomó agua y se lavó las manos delante de la muchedumbre, diciendo: Yo soy inocente de esta sangre; vosotros veáis”

(Mateo, 27:24)

El próximo post dentro de dos martes, el 24 mayo 2022